Félix Guzmán pudo ser un matador de toros
de los que marcan una época, incluso de haber vivido unos años más podría haber
competido con Manuel Rodríguez “Manolete”, pero por desgracia
sólo quedó en un valiente novillero que perdió su vida en la plaza del Toreo de
la Condesa en México, tras la cornada de Reventón, un novillo
de Heriberto Rodríguez.
Su paso por esta profesión dejó
honda huella en la memoria histórica de la Tauromaquia mexicana.
Tanto, que sesenta años después de
su desaparición, su recuerdo aun sigue latente en el pensamiento y en la
memoria de los que le vieron torear y en las crónicas taurinas de su país, por
su hondo sabor del toreo dramático e infantil de un crío payo, guapo y rubio,
que armaba la revolución cada vez que se vestía de luces. Que además tenía
pasta de figura y que pago con su vida el intento inconformista de romper con
el destino negro que desde un principio le marcaron los hados.
El público y la prensa capitalina,
tan dados a bautizar de manera especial a sus toreros, le señaló como El Torero
Niño.
La infancia de Félix Guzmán fue
difícil, triste y miserable. Su carrera taurina, efímera pero brillante.
Toreaba de forma impresionante, con mucho valor, pero pocos recursos, por lo
que su toreo resultaba emocionante y angustioso.
Los públicos le veían siempre
cogido y lo tachaban de inexperto. Pero lo cierto es que causaba sensación una
tarde sí y la otra también. Su arte era dramático, con chispazos de pureza
clásica, era una auténtica bomba en manos de un chiquillo indoctrino, irresponsable
y arriesgado.
Su verdadero nombre era Felice
Kutmann Schopenhauer y nació en Mixcoac (México) el 29 de julio de 1923. Murió
con diecinueve años, casi veinte, casado con su mujer, Carmen Rovira,
embarazada de un hijo que finalmente nacería muerto.
El filósofo y pensador alemán
Arthur Schopenhauer tenía una visión pesimista y desencantada de la existencia
humana. Pensaba que la vida es dolor y que el tedio y el aburrimiento era la
base de la sociabilidad de los humanos: “el tedio –decía el filósofo alemán-
hace que los hombres, que se aman tan poco entre sí, se busquen incitados por
el deseo, lo que produce la cohesión”…. También predicaba en su obra lindezas
como que las mujeres eran seres inferiores: “pelos largos ideas cortas…” venía
a decir.
Nunca se hubiera imaginado el
pensador de Danzig (Alemania) que su propio pesimismo impregnaría genéticamente
la vida taurina de su sobrino nieto Felice Kutmann Schopenhauer, que vivió en
los ruedos la gloria y la tragedia, nunca el tedio, precisamente.
Félix Guzmán, era hijo de padre
italiano y madre alemana (hija de un hermano de Arthur Schopenhauer),
españolizó fonéticamente su apellido Kutmann cambiándolo en los carteles como
Guzmán. José Mª de Cossío dice en su enciclopedia que el
apellido de Félix era Heglei, y que era hijo de padre alemán y madre italiana.
Ignoro de donde sacó Cossío estos
datos, que yo he recabado de la propia bibliografía mexicana. En todo caso,
Felix Guzmán era un joven de tez pálida, pelo rubio y rizado, nariz afilada,
tez marmórea y bien parecido. Un ario. Sus rasgos de tristeza infantil, le
valieron el apodo del público mexicano de “El Torero Niño”.
Su madre, una mujer rubia y alta,
desgarbada, de ojos claros, con rasgos típicamente arios, marcó desde niño a
Félix, pues se crió en la más absoluta pobreza. Su madre era pobre de
solemnidad. Lavaba ropa por horas por las casas y fregaba suelos. Su única
esperanza para salir de la miseria era la carrera taurina de su hijo.
Los días de corrida, cuando toreaba
Félix Guzmán, la mujer pasaba las dos horas que duraba el espectáculo, dando
vueltas y más vueltas alrededor de la plaza de toros, a grandes pasos,
recitando en voz alta padrenuestros y avemarías, que iba desgranando de un
rosario que llevaba entrelazado entre las manos, poniendo mucha atención tanto
al rezo como a los murmullos de la plaza, a los olés y a los “aysss”.
Cuando surgían estos últimos se
abalanzaba a las puertas para preguntar desesperadamente a gritos por la suerte
de su hijo. Una vez que sabía que no había pasado nada malo, seguía con sus
rezos y sus vueltas a la plaza como un robot autómata, caminando hasta que
surgía otro ¡Ay! y se repetía de nuevo la escena.
Félix Guzmán se inició en los toros
enrolándose en una cuadrilla de niños toreros que iban de capea en capea, dejándose
la vida de “novenario en novenario” por esos pueblos mexicanos, lidiando lo que
les echaban: toros criollos, bravos y nobles a veces, y muy toreados y mansos
casi siempre. También se enfrentaban a moruchos y cebús de media casta que
llegaban al festejo con un historial luctuoso de otras ferias o plazas.
Unos comienzos bastante duros y
difíciles, pues había que tener una gran habilidad para conservar la vida
enfrentándose a estos “pájaros”. Escuela no le faltaba. En 1939 se vistió de
luces por primera vez en Tehuacán, en la plaza Ford, semillero de muchos
toreros. Se presentó actuando junto a Manolo Urbina y Angel Procuna
“Angelillo”.
El turno de gloria comenzó para
Guzmán en la plaza de la Colonia de la Condesa el 6 de julio de 1941, lidiando
seis novillos de La Trásquila con Antonio Rangel y Mario Sevilla padre,
con novillos de Caltengo. Guzmán cortó orejas y rabo, dándose el
caso insólito aquel día de ser sacado a hombros, no por el redondel, sino por
los tendidos, pues todo el mundo quería aclamar y abrazar al Niño Torero.
Toreaba de forma impresionante, con
muchísimo valor pero con pocos recursos y poco oficio, circunstancia por la que
los toros le pegaban más de la cuenta. Tuvo en su corta carrera muchos
percances y cogidas que le pararon sus temporadas y le restaron muchos
contratos.
Sufrió una herida en la boca y otra
en el estómago, pero como tenía mucho tirón con el público, a penas se curaba o
estaba mejor de los percances, ya esta de nuevo toreando. Salía cada tarde a
entregar su vida y rivalizaba así con todos los novilleros punteros de esa
época en México: Carlos Vera “Cañitas”, Manuel Gutiérrez “Espartero de
Tacubaya”, Pepe Vela o José Antonio Mora “Chatito”.
El 17 de agosto de se 1941 cuaja
una faena extraordinaria al toro Tucito deRancho Seco,
y tras un trasteo recibe una cornada muy grave en el vientre. Corta las dos
orejas y pasa a la enfermería.
El periódico taurino El Redondel
titulaba la edición al día siguiente así: “Faena de milagro de Félix Guzman”.
Tras el parón por esta herida, Guzmán consigue que el 1941 fuera su año cumbre.
No ocurrió igual en el 1942, cuando surgen novilleros importantes con los que
tuvo que competir como Procuna, Briones, Estrada, Jesús Guerra y Rafael
Osorno.
En este clima de gran competencia
toreril llega el 30 de mayo de 1943. En los carteles del Toreo anuncian cuatro
novillos de Heriberto Rodríguez y dos de Santín para Félix
Guzmán, José Luis Vázquez (novillero mexicano que realmente se llamaba
José Luis Vargas) y Arturo Fregoso.
Aquella tarde se le veía a Félix
Guzmán impaciente y con ganas de recuperar el tiempo perdido por las cornadas.
Iba vestido con un traje de luces burdeos y oro, bordado en cordoncillos de
seda blanca. Estuvo muy bien en el primero de su lote, de la ganadería de Santín. Su
segundo fue de la ganadería de Heriberto Rodríguez de
nombre Reventón, un cárdeno, bragado y playeron, que a la
postre le reventaría la vida.
Félix salió muy dispuesto, se lució
con el capote y las banderillas. Comenzó la faena de muleta con un pase por
alto y luego dos naturales y al dar el tercero, el toro le infirió una cornada
en la ingle izquierda.
Guzmán continuó toreando dando
cojeadas. Era sin duda un torero de casta y rabia. Mató de una certera
estocada, y a pesar de estar gravemente herido dio una vuelta al ruedo con sus
trofeos y se fue por su pie a la enfermería.
El parte facultativo de los
doctores Ibarra y Rojo de la Vega decía que había recibido
“una cornada de cinco centímetros de extensión y una trayectoria en profundidad
de 20, que le llega la fosa ilíaca, siendo el pronóstico grave, que requiere
una curación de tres semanas”.
Dos días después, el primero de
junio, se le declara una gangrena gaseosa y fallece al día siguiente, el día 2
de junio a las 20 horas y 37 minutos, en el sanatorio del doctor Ibarra. Igual
que Ernesto Pastor y otros toreros mas, Félix Guzmán murió por
descuido y negligencia médica, pues cuando le realizaron la autopsia al cadáver
le encontraron en el fondo de la herida varios trozos de la taleguilla.
Su muerte causó hondo pesar en la
afición mexicana, donde aun hoy se le recuerda, pues era un torero que apuntaba
muy alto. En aquellos días la afición mexicana le dedicó poemas, corridos y
artículos necrológicos en los periódicos. Fue una verdadera lástima. De no
haber muerto de manera tan trágica seguramente se hubiera cruzado en el camino
del cordobés Manuel Rodríguez “Manolete”, pero el destino no quiso
que se conocieran.
Lo más triste del caso, es que la
mujer de Félix Guzmán, Carmen Rovira, que estaba embarazada, dio a luz un mes
mas tarde y el hijo en el que el torero tenía puestas todas sus esperanzas
nació muerto.
Todas estas circunstancias llenaron
de dolor a la madre del torero que a raíz de esos dos acontecimientos, la
muerte del hijo y del nieto, perdió la cabeza y se desquició por completo.
Cuentan en México que pasó el resto
de su desgraciada vida vagando por las calles de la capital azteca, como una
mendiga, preguntando a gritos a todo aquel que pasaba por su lado: “¡Mi hijo!,
¡mi hijo! …¿dónde está mi hijo? La imagen de la madre de Félix Guzmán era
desgarrada y patética.
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